Enrique Soro, los devenires institucionales y, en medio, unos himnos… (2021)

Enrique Soro, los devenires institucionales y, en medio, unos himnos…

Sintetizando a Castoriadis, las instituciones son una imagen especular de lo que las sociedades ven y esperan de sí mismas. Los diferentes indicios que dejan a lo largo de sus trayectorias vitales dan cuenta de cómo se percibe la realidad y se reacciona ante ella, sea para adaptarse, sea para procurar modelarla.

Durante la primera mitad del siglo XX asistimos a una época en que cualquier organización social que se preciara de tal debía ostentar un himno como símbolo de identidad. Lo que hoy es una opción, entonces era una regla tácita. Clubes sociales, deportivos, sindicatos, regimientos, ciudades, grupos scouts, entre otros tantos colectivos, hicieron proliferar himnos en cantidades que hoy por hoy parecerían una anecdótica hipérbole.

Pero era el espíritu de los tiempos que corrían. Cuando todavía se percibía una correlación entre lo “moderno” y lo “civilizado”, donde esta última cualidad podía exhibirse tanto en la capacidad de los grupos humanos para organizarse, como en la de exaltar los valores morales y espirituales a través de las expresiones artísticas.

Podría dedicar páginas y páginas a detallar las numerosas formas en que las fuentes de época dan cuenta de aquella creencia secular -todavía vigente- en que la música “eleva el espíritu” y es señal de civilidad y progreso. En lo relativo a la Universidad de Concepción, era esperable que la columna vertebral y dinamizador de la provincia estuviese también representado a través de los sublimes gestos de la música. Sin embargo, los asuntos prácticos aplazaron largamente la composición del himno, cuya primera versión se obtuvo recién para 1939.

Sería una exageración afirmar que Enrique Soro poseía un vínculo estrecho con su ciudad natal, Concepción. Al menos en términos de presencialidad. Asimismo, sería una exageración reprochárselo. Una vez abandonado el nido para formarse en Milán, a muy temprana edad, su promisoria carrera no hubiese podido desplegarse si continuaba atado a esta urbe tan insular. Una carrera internacional de ese calibre, la que lo convirtió en el músico más exitoso del país durante el primer cuarto del siglo XX, debía realizarse en el exterior o, como mínimo, desde la capital.

En efecto, así ocurrió.

Pero una cosa era la distancia física a la que obligaba la precariedad de un país centralista con aspiraciones de modernidad y otra la distancia espiritual y afectiva. Este valle húmedo y brumoso seguía siendo el hogar familiar, un sucesivo punto de retorno y, sobre todo, una fuente de inspiración, como sugiere su obra “Recuerdos de Concepción”.

Por eso, cuando la Universidad de Concepción invitó personalmente a los compositores del país a proponer no uno, sino dos himnos institucionales, no resulta descabellado pensar que la participación de Soro en el concurso comprometiera algo más significativo que la mera posibilidad de un ingreso adicional. Dos himnos porque en año anterior, en la competición por los textos poéticos, se había declarado un ex aequo entre los trabajos de Víctor Domingo Silva y Arnaldo Gamonal Lagos, que ahora debían ser musicalizados.

El artículo que introduzco no refiere particularmente a Enrique Soro, sino al itinerario histórico de estos himnos institucionales. Sin embargo, es un asunto relevante en el desarrollo de la intriga histórica el modo en que un concurso puede visibilizar los entramados entre diferentes espacios institucionales de la ciudad y el país, y como las tensiones que se experimentan en el proceso de construcción de la institucionalidad musical, en Santiago y en Concepción, pudieran explicar incluso las decisiones estéticas de aquellos que se encargan de la “desinteresada” tarea de sancionar qué pieza musical pasaría a ser el himno más importante del Gran Concepción.

El autor del Himno de los Estudiantes Americanos, en esta ocasión fue superado por el autor del Himno de la Escuela de Artes y Oficios -la actual Universidad Técnica Federico Santa María-. Y pronto este también sucumbió ante la precariedad de los medios disponibles y la imbatible fuerza de la validación social.

Sobre las motivaciones que pudieron intervenir en la decisión tomada por el jurado en 1939 podemos especular. (En efecto, especulamos.) Pero no con el fin de volcar la historia hacia el chisme, sino antes con la intención de sembrar la semilla de la inquietud en caso de que, en el futuro, se siga indagando en la relación entre Enrique Soro y su ciudad natal, y entre éstos y la escena de la música nacional.

Este, como ya he dicho, no es un ´trabajo sobre Enrique Soro. Pero mi invitación a leerlo es para aquellos que se interesen en profundizar sobre el ambiente en que le tocó moverse en las inmediaciones de 1940 y en conocer, aunque sea de refilón, una faceta poco explorada de su creación musical.

 

Nicolás Masquiarán Díaz
Concepción (Chile), mayo de 2021